(José Miguel Infante Sazo. Periodista y académico Universidad Central).
Los recientes días de violencia y muerte, con un resultado de 17 asesinatos, en la Región Metropolitana, y uno en la Región de Valparaíso, han arrastrado a los principales actores de la política chilena a un duro debate sobre las responsabilidades frente a la crisis de seguridad y de cómo abordarla para recobrar la tranquilidad ciudadana.
Tras esa legítima y necesaria discusión, que ya tiene antecedentes de hechos anteriores, se devela el cruel atentado hacia el “espacio público”, un bien precioso y no cedible, porque allí está el lugar de encuentro democrático y de equidad, donde se construye el nosotros, a través de expresiones culturales, de alegrías, reivindicaciones, de ciudadanía y, en consecuencia, de respeto a los derechos humanos. Los homicidios, entonces, no sólo ocasionan una comprensible alarma, sino que han acentuado señales que apuntan a tratar de construir una sociedad que no queremos, porque destruye la posibilidad de una vida cotidiana en armonía y paz.
Por cierto, el debate por la seguridad se ha transformado en el fondo, en una cuestión vital que confronta la capacidad de hacer prevalecer el estado de derecho y el respeto por la vida humana ante la cultura del miedo y la criminalidad, con sus códigos de muerte y consecuencias sanguinarias. El Estado debe dar una respuesta maciza para asegurar este espacio común, porque no podemos endosar el futuro de las presentes y las próximas generaciones a vivir en una situación de incertidumbre, donde la delincuencia arrebate no sólo lo material, sino nuestro derecho a habitar el espacio público, sin la amenaza criminal que nos obligue a seguir enrejando nuestros hogares.
La tarea es ardua, porque se trata de abordar este problema en forma multidimensional. Para ello, la mezquindad política o el cálculo pequeño, en un año electoral, sólo ahondarán las heridas de un Chile que quiere crecer en un ambiente de paz, con equidad y seguridad.