Por Daniel Martínez Cunill. Sociólogo, con especialización en RR.II. analista e investigador sobre América Latina.
Colombia necesita un cambio verdadero
En las recientes elecciones presidenciales, el candidato de la izquierda y el progresismo, Gustavo Petro, del Pacto Histórico, sumó el 40,32% de apoyos. Los candidatos de la oligarquía colombiana, Rodolfo Hernández y el uribista Federico “Fico” Gutiérrez, obtuvieron un 28,15% y un 23,91% respectivamente. La Constitución colombiana requiere obtener el 50% más uno de la votación para obtener el triunfo en primera vuelta.
La elección se dio en medio de una profunda polarización por el descontento social derivado de la inequidad, la pobreza y la urgente necesidad de retomar el camino de la paz. Una sociedad donde aún ondean las banderas de la revuelta popular de abril del 2021. Por eso no es de extrañar que 8 millones y medio de ciudadanos respaldaran en las urnas la propuesta del Pacto Histórico por un cambio verdadero y dijera no al cambio falaz, propuesto por los culpables de la crisis, que quieren que todo cambie para que todo siga igual.
Para la segunda vuelta, donde los adversarios del pueblo colombiano están sumando fuerzas hasta con narcotraficantes y sicarios, principales responsables de la violencia, es preciso respaldar con fuerza la opción de que por primera vez en la historia colombiana pueda surgir un gobierno de izquierda.
El contexto político y social
El pueblo colombiano inició sus protestas en el campo y la ciudad en contra de la reforma fiscal propuesta por el gobierno, pero la crisis social ya traía arrastrando un creciente descontento. La propuesta legislativa fue la gota que colmó el vaso. Aunque se llevaron a cabo muchas manifestaciones pacíficas, las intensas jornadas de protestas dieron lugar a respuestas de violencia masivas y selectivas resultado en muertes y numerosos heridos.
Las primeras protestas se llevaron a cabo el 28 de abril convocadas por los principales sindicatos del país a la que se unieron muchas personas de clase media por el temor de que los cambios fiscales les hicieran caer en la pobreza.
En ciudades como Bogotá, Medellín y Cali, las protestas se convirtieron en un pliego de peticiones que llamaba a mejorar los sistemas de pensiones, salud y educación de Colombia. A medida que las jornadas de protesta fueron reprimidas se levantó también el reclamo en contra del uso excesivo de la violencia de las fuerzas de seguridad.
Colombia ha sido uno de los países que salió peor parado sanitariamente y económicamente de la pandemia del covid-19. La economía de Colombia sufrió en 2020 una caída de 6,8%, la más profunda de su historia, según datos por el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane). Además, desde que empezó la pandemia, se estima que han tenido que cerrar sus puertas cerca de 500.000 negocios en todo el país y un 17% de la población entró en paro.
Otros datos que reflejan el detrimento económico de la clase media del país es que 23 millones de familias solo se pueden permitir dos comidas al día o que el 19% de las familias no cuenta con ahorros para afrontar esta situación pandémica. En este contexto, la propuesta que lanzó el gobierno que afectaba principalmente a los propios ciudadanos recibió un rechazo generalizado.
No es la primera vez que Colombia expresó su desencanto, ya que justo antes de la pandemia se produjeron protestas masivas en contra del presidente Iván Duque. Las protestas ocurridas entre noviembre de 2019 a febrero del 2020 de forma intermitente fueron conocidas como “Paro nacional”.
Aunque la derecha se vista de seda, derecha se queda
En este contexto, sumado a la frustración de que no se respetaran los llamados “Acuerdos de Paz” negociados entre el gobierno y las insurgentes FARC, se entiende que la candidatura de Gustavo Petro y Francia Márquez represente las más legítimas aspiraciones del pueblo colombiano y una eventual victoria sería una contribución más al camino de una América Latina democrática y comprometida con los intereses de las grandes mayorías.
Desde luego, las distintas fracciones que han ejercido la hegemonía por décadas posponen sus diferencias y suman fuerzas para intentar detener las transformaciones que ineludiblemente se darán de triunfar la candidatura del Pacto Histórico. La derecha oligárquica de Colombia está tan pervertida que llegó a corromper al narcotráfico, sin embargo, se disfraza de progresista y plagiando frases de la izquierda intenta mostrar un rostro renovado, en un peligroso intento de hacer sobrevivir con otro ropaje el modelo neoliberal que hasta aquí han impuesto a sangre y fuego.
Hace ya más de dos décadas Wallerstein nos alertaba que: “Los asediados defensores del sistema mundial capitalista existente no están en absoluto desarmados y siguen una política de postergación flexible de las contradicciones, mientras esperan el momento en que puedan llevar a cabo una transformación radical a su manera, abandonando el modo de producción capitalista por algún sistema mundial nuevo, pero igualmente inequitativo y antidemocrático”. (Después del Liberalismo, Immanuel Wallerstein, pp 215. S XXI).
En Colombia se ha venido incubando el huevo de una serpiente particularmente peligrosa, donde factores históricos y de una deriva social ajena a los más elementales criterios de la democracia, hacen que la alternancia y los enfrentamientos entre fracciones de la oligarquía delimiten de manera natural la vida política de la nación.
Este fenómeno, hábilmente explotado en los medios de comunicación, hace que toda propuesta política ajena a ese duopolio cultural se relacione con una izquierda extremista, violenta y a la cual se le quiere endosar la factura de las deformaciones del sistema colombiano. La paradoja en que se desenvuelve el proceso electoral es que la estructura de dominación de la oligarquía colombiana, que ha normalizado la represión y la violencia, acuse al proyecto progresista de ser una amenaza a una estabilidad democrática que no existe.
El analista boliviano Hugo Moldiz define este fenómeno como una “democracia de excepción”, que rige desde hace décadas en ese país y que se ha naturalizado en la población hasta el extremo de que la violencia es parte del paisaje cotidiano”. (https://revistaizquierda.com/renunciara-el-bloque-en-el-poder-a-su-democracia-de-excepcion-en-colombia/)
Apenas disimulada, detrás del candidato Hernández, se agrupa una derecha “progresista” que ha montado pieza por pieza todo un discurso populista que se dirige a la población como una alternativa de cambio, que combatirá a la violencia y recuperará la estabilidad económica y social. Y no se trata de una improvisación verbal, por el contrario, es un discurso perverso, elaborado con habilidad de expertos e instalado en la percepción ciudadana recurriendo a una estrategia mediática muy consistente.
La derecha “progresista” es un experimento aplicado a Colombia, pero si por desgracia llegara a triunfar estará destinado a reemplazar la brutalidad del lenguaje de ultraderecha tipo Bolsonaro y a maquillar a las derechas del continente con un lenguaje usurpado a la izquierda y de extrema sofisticación. Ejemplo de ello es el supuesto combate a la corrupción que levantan como bandera de campaña electoral, omitiendo hasta casi hacer desaparecer que el propio candidato es objeto de una investigación judicial por actos de corrupción durante su mandato como alcalde de Bucaramanga.
Como en otros países de nuestro continente no es solo el modelo económico el que ha fallado, también lo ha hecho el sistema político. Colombia se caracteriza por una marcada brecha económica que lleva a una brecha política que profundiza las inequidades materiales de la sociedad. Los administradores locales de la hegemonía del gran capital han empleado su dinero y su poder para reescribir las reglas del juego de tal manera que se profundicen sus ventajas y que para los perjudicados de este modelo resulte inalcanzable la posibilidad de oponerse al círculo vicioso de más poder, más dinero y todavía más poder.
Aunque el pronóstico es de una economía, un régimen político y una situación social cada vez más disfuncional, la derecha “progresista” colombiana se empecina en defender sus privilegios a cualquier costo, una nueva versión de Bonapartismo que esconde entre el discurso democrático su vocación autoritaria.
La irrupción de una propuesta política que ponga en peligro esta dinámica, como la del Pacto Histórico, resulta inaceptable para los oligarcas criollos y sus superiores jerárquicos en el mundo de la explotación, que en su mayoría residen en Estados Unidos y operan desde Manhatan, el Capitolio y el Pentágono.
El economista Joseph E. Stiglitz afirma que: “Esta guerra de intereses – disfrazada de una guerra de ideas sobre la mejor manera de organizar la sociedad – no desaparecerá pronto, con las corporaciones tratando, por ejemplo, de conseguir más para ellas mismas a expensas del resto”. (Capitalismo Progresista. La respuesta a la era del malestar. pp 63. Taurus).
En Colombia y su proceso electoral se enfrenta el progresismo de derecha con un conjunto de principios que revalorizan la vida humana en comunidad, en armonía con la salud del planeta y que aspiran a que la producción de riqueza se distribuya en función de los intereses de aquellos que la producen. Frente a la antiética del modelo capitalista, que naufraga y busca un salvavidas en una versión oportunista del progresismo, se construyen nuevos valores y una nueva ética política que permita construir una nueva opción para los colombianos y que ilumine al resto de América Latina y el Caribe en su lucha por la liberación.
El desafío de Petro y Francia en Colombia, es el desafío de toda la izquierda y el verdadero progresismo del Continente, aquel que se opone al sistema de opresión del capital. El capitalismo progresista, el progresismo de derecha, no son más que una farsa a derrotar en las urnas, en las calles y en la batalla de las ideas.