Por Marcelo Caruso Azcárate. Se ha vuelto frecuente el afirmar que vivimos una transición del ordenamiento político y económico internacional que, directa e indirectamente, se extiende a lo nacional. En estos contextos lo coyuntural, lo inmediato, el espacio de la táctica de la lucha de clases, se va convirtiendo en estructural; y lo estructural, lo de largo plazo, en la correlación de fuerzas. Lo estratégico se va convirtiendo en una coyuntura de cambios imprevisibles en tiempos cortos, que lo confunden con el accionar táctico. Lo coyuntural amplía su mirada analítica a mayores tiempos y espacios sociales y políticos de análisis, y lo estructural se mueve a velocidades inusuales en espacios de incidencia dependientes de las imprevisibles decisiones de sujetos personalizados.
Que esto pase en Colombia es una gran novedad, pues la hegemonía de los poderes estructurales había logrado subordinar -no sin dificultades- a las coyunturas sociopolíticas generadas por sus opositores, contando con la violencia como el instrumento de última instancia para lograrlo.
Pero también es inusual que esto pase en el mundo global, donde los grandes poderes financieros y tecnológicos transnacionales impusieron el falso paradigma del libre comercio y del mercado como un espacio mundializado entre iguales, en el cual las disputas políticas e ideológicas y las guerras localizadas entre países eran controladas y/o promovidas por el poder estratégico de los imperios.
La gradual decadencia del imperialismo norteamericano y el crecimiento de un contradictor que le disputa la hegemonía global genera una inédita coyuntura expresada en lo que está diciendo y haciendo Trump. Se propone acabar con la estructura de dominación del neoliberalismo político-económico y su discurso -mendaz- de la defensa del Estado de Derecho. Es una coyuntura marcada por intentos de cambios estructurales que buscan regresar a un proteccionismo neofascista en aras de un viaje al pasado, donde se derrumban las doctrinas dominantes posteriores a la Segunda Guerra Mundial y a la caida la Unión Soviética. Basta ver a la Unión Europea obligando a sus miembros a multiplicar el gasto en armamentos, a costa del Estado de malestar que ya sufren sus pueblos.
Se acabaron -si es que las hubo- las guerras entre naciones “por la democracia”; sus objetivos hoy explícitos son los recursos naturales, los territorios con ubicaciones geoestratégicas y las nuevas tecnologías. Y las guerras internas, como las de Siria, Libia, Irak y Afganistán, son producto de divisiones estimuladas desde afuera para luego apoderarse del botín. Dividir las estructuras socioculturales y políticas es una vieja estrategia del imperio, que hoy está atravesada por las fortunas envenenadas que pone en la mesa de juego su aliado oculto, el narcotráfico, como sucede en Colombia.
Entrar en ese juego es algo que no se puede hacer sin contaminarse, sin comenzar a sufrir de miopía política. Pues no se apuesta para ver quién propone y aporta más en la tarea de construir poderes populares con culturas de paz; sino que los de antemano casi seguros ganadores, que están por fuera de la mesa, apuestan a debilitar a todos los sectores progresistas y anti-imperialistas El resultado es impredecible y el no tener claro hacia dónde se transita, el no entender que lo que se vive no es una coyuntura más, ni una nueva táctica en la que el fin justifica los medios, está generando las condiciones para justificar injerencias armadas externas que logren el retroceso de lo poco o mucho estructuralmente ganado. Frente a ese desafío, es muy importante la convocatoria a un Congreso de Paz para que sea la ciudadanía organizada la que defina las salidas de este punto de quiebre. Es muy bueno -si se hace con las comunidades- considerar las fronteras como zonas de desarrollo sustentable conjunto; y mas aún lo es vincular a todos los actores comprometidos con el cambio en una consulta -organizada desde abajo- para avanzar en las reformas que nos acercan hacia las transformaciones estructurales soñadas. Que así sea.