Hace algunos días, el 15º Juzgado Civil de Santiago resolvió acoger a trámite la demanda de nulidad de derecho público presentada por los diputados del Partido Comunista en contra del Tribunal Constitucional. El libelo pretende que se anule la sección de la sentencia, pronunciada por el TC en el proyecto de ley sobre interrupción voluntaria del embarazo en tres causales, que creó una figura nueva, la objeción de conciencia institucional. Decimos nueva, porque el Congreso debatió y rechazó mayoritariamente incluirla en la ley. La norma aprobada por el legislador precisó que la objeción de conciencia sólo alcanzaba a las personas – los profesionales de la salud- y prohibía expresamente que pudiera ser invocada por instituciones. “La objeción de conciencia es de carácter personal y en ningún caso puede ser invocada por una institución”, rezaba el texto votado por los parlamentarios. Como sabemos, el TC, haciendo un uso torcido de sus facultades eliminó la frase “en ningún caso”, transformando la prohibición en una autorización.
Sin entrar al debate respecto de la dudosa procedencia de atribuir conciencia a las clínicas privadas y sus negativas consecuencias en los derechos de las mujeres, es innegable que el TC creó, de facto, una ley. En estos días, incluso sus defensores reconocen que, con este acto, dio lugar a un derecho nuevo. Nuestro ordenamiento jurídico sólo reconoce como órganos colegisladores al Presidente de la República y al Congreso Nacional. Más aún, la Constitución prohíbe que alguna magistratura o persona se atribuya otra autoridad o derechos que los expresamente conferidos por ella o la ley, sancionando con nulidad su contravención.
Podemos afirmar, sin una sombra de duda, que el Tribunal Constitucional “en ningún caso” puede crear una norma legal. Allí radica el componente fundamental de lo que deberá resolver la justicia civil. Lo obrado por el TC equivale a que el Presidente de la República condene, a través de un decreto, a una persona a una pena de cárcel.
Nadie podría negar que durante los últimos años, merced a una mayoría conservadora, el TC ha intervenido – cada vez con mayor soltura- en la definición de políticas públicas. Así lo hizo en la implementación de la gratuidad en la educación superior, determinando los requisitos a cumplir por las instituciones; impidiendo a los consumidores contar con un Sernac dotado de facultades reales para cautelar sus derechos; y, más recientemente, dando oxígeno a las lucrativas ganancias de ciertas empresas controladoras de universidades. En los dos últimos ejemplos, hechos públicos y notorios demuestran que el TC actuó orientado, ya no por requerimientos de parlamentarios, sino que por gremios y grupos económicos que decidieron prescindir de toda intermediación.
Hoy, la demanda de nulidad de derecho público abre un camino para que un juzgador imparcial detenga los excesos y desvaríos de un órgano que está atentando, con peligrosa frecuencia, contra los principios democráticos.
Luis Cuello Peña y Lillo
Abogado. Coordinador Bancada Partido Comunista