(Vía ciperchile.cl) Por Daniel Matamala / Periodista
“No solo no hay cárcel para los corruptos. Ahora se están salvando incluso de condenas simbólicas como las que recibieron Jovino Novoa o Giorgio Martelli. Ni siquiera hay sanción social. Para sus pares, los corruptos son ‘gente como uno’, esa que a lo más comete ‘errores’, y que son víctimas de algún molesto empleadillo público, empecinado en perseguirlos por ello”.
Fue bonito mientras duró. Por más de tres años, se abrió la esperanza de investigar y castigar la corrupción en la élite política y económica. Las refriegas tuvieron idas y vueltas, y aún quedan aristas pendientes, pero la conclusión ya es inequívoca: los corruptos ganaron.
Ganaron por goleada. Por paliza.
Es cierto que desde el principio tenían todo a su favor. Las leyes, redactadas por la propia élite, estaban hechas a su medida. Algunos casos de corrupción, como la colusión, ni siquiera se consideraban delito. Otros, como los delitos electorales, tenían plazos de prescripción ridículos. La evasión tributaria estaba resguardada por un candado que impedía perseguirla si la autoridad política, a través del Servicio de Impuestos Internos (SII), lo impedía.
Y, si todos estos resguardos fallaban, las penas para la corrupción, incluso en los casos más graves, eran siempre remitidas, jamás penas de cárcel efectivas.
La batalla fue dura. Y los corruptos usaron todas sus armas. Su primer éxito fue cooptar para su defensa a gran parte de la élite. No todos los políticos, empresarios ni lobistas son corruptos, por cierto. Pero, por distintos motivos, la defensa fue cerrada.
Algunos tenían esqueletos en sus armarios; otros, defendían a los miembros de la casta: del partido político, del gremio, del club de golf. La endogamia que caracteriza a la élite chilena la hizo cerrarse como un cascarón: la espada de Damocles pendía sobre un correligionario, un ex compañero de colegio, un primo, un socio. Otros veían en riesgo la estabilidad, la institucionalidad misma, que entienden como indivisible de la élite a la que ellos mismos pertenecen.
Personeros de gobierno trabajaron codo a codo con SQM. La izquierda y la derecha, unidas, no fueron vencidas.
¡Ay de los insurrectos! Marisa Navarrete, la abogada que comenzó todo al denunciar el fraude al FUT, perdió su trabajo. Cristian Vargas, que dio la batalla por defender al SII, fue despedido. El fiscal Carlos Gajardo y su colega Pablo Norambuena debieron renunciar después de años de acusaciones y persecuciones. Dos veces intentaron sacar al molesto Gajardo de las investigaciones. Cuando el escándalo público lo impidió, se le recortaron sus casos: le quitaron Corpesca y SQM, y lo subordinaron en Penta.
No quedó arsenal sin usar: denunciaron persecución política en cada intento de investigar, inventaron leyes mordaza, amenazaron con acusaciones constitucionales a los fiscales. Cortejaron a los candidatos a Fiscal Nacional con el premio mayor, de maneras tan impúdicas como una reunión con uno de los defensores de las causas.
En el fragor de la batalla nada importó. Destruyeron el prestigio del Servicio de Impuestos Internos. Dinamitaron la independencia de la Fiscalía. Hubo de todo: hasta un oficio del Senado pidiendo el pronto cierre de la causa contra Iván Moreira. Un mes después, la tuvieron.
El último triunfo, el definitivo, fue adormecer a la ciudadanía. El fragor de la campaña electoral sirvió para eso. Para convencer a la opinión pública de que todo es una pelea entre «fachos» y «zurdos», donde la teoría del empate campea, y solo importa defender a mi bando, aunque eso pase por minimizar o ignorar casos de corrupción flagrantes.
Ese fue el último clavo del ataúd. Cuando el clivaje ciudadanía versus elite fue reemplazado por el de fachos versus zurdos, la opinión pública se compró la teoría del empate, y la derrota de la democracia se consumó.
No solo no hay cárcel para los corruptos. Ahora se están salvando incluso de condenas simbólicas como las que recibieron Jovino Novoa o Giorgio Martelli. Ni siquiera hay sanción social. Para sus pares, los corruptos son «gente como uno», esa que a lo más comete «errores», y que son víctimas de algún molesto empleadillo público, empecinado en perseguirlos por ello.
Los dueños y ejecutivos de las empresas involucradas se pasean por sus clubes y restoranes de siempre. SQM firma nuevos contratos con el Estado. Penta pone a su presidente a la cabeza de los empresarios en la CPC. Y aquí, como en la película, no ha pasado nada.
«Los de Penta hacen lo que hacen todos. ¿Quién no le pide a la señora una boleta para justificar gastos?», dice el arquitecto favorito de la élite, Cristián Boza. El «Choclo» Délano «es del Saint George, lo que inmediatamente me genera confianza», escribe en su defensa el empresario y columnista de El Mercurio, Gerardo Varela. Y Luis Larraín, director de Libertad y Desarrollo, ampara a Moreira argumentando que «todos los políticos se financiaron así».
Niégalo. Si no puedes negarlo (porque te pillaron suplicando plata por mail), minimízalo. Si no puedes minimizarlo (porque la gente se enoja cuando saben que se legisló a favor del grupo económico que ponía la plata), generalízalo. Como en el colegio: todos fuimos.
Todos son culpables, por lo tanto, nadie es culpable.
Total, el lobista en jefe, Enrique Correa, asegura que el financiamiento irregular no es corrupción. Sépanlo, chilenos: cuando un político mendiga plata ilegal a grandes grupos económicos, haciéndose cómplice en un esquema de evasión tributaria, y usa ese dinero para hacer trampa en una elección para su propio beneficio, eso no es corrupción.
El hijo de la Presidenta obtiene un crédito fabuloso para un negocio oscuro tras reunirse con el hombre más rico del país, pero eso no es corrupción. Senadores y diputados ganan elecciones con plata sucia a cambio de genuflexiones inconfesables, y eso no es corrupción. SQM y Corpesca pagan por leyes hechas a su medida, pero eso no es corrupción. Las farmacias, las papeleras y los pollos les meten la mano al bolsillo a todos los chilenos, pero no hablemos de corrupción.
A la corrupción no se le castiga con cárcel. No se la penaliza simbólicamente. No se la sanciona socialmente. De hecho, ni siquiera se llama así.
Y cuando a la corrupción ni siquiera se la llama por su nombre, la victoria es total.
La de los corruptos. Ellos ganaron. Game over.