La mañana en que Pedro Lemebel nos hizo llorar recordando a Gladys Marín
Por Carolina Fernández-Niño Morales, historiadora
Corría el año 2009, se cumplían 4 años de la muerte de Gladys Marín: mi entonces y aún, ídola política. Tanto así que estaba desde ese 6 de marzo del 2004 leyendo, averiguando acerca de su vida y escribiendo mi tesis de Historia acerca de su liderazgo. No era una biografía porque lo que más me llamaba la atención era el tema de las militancias políticas de izquierda y entonces me aproximé a Rolando Álvarez, el historiador que mucho sabe de ello y entonces, como si fuese la sombra de un buen árbol, yo me quedé para aprender de él y con él. Por lo tanto, para el 2009 yo ya estaba más que involucrada con mi tema de estudio, me la pasaba haciendo entrevistas a mujeres comunistas, yendo a tomar tecito y acudiendo a cuanta actividad hiciera el ARCIS y ese tipo de espacios para engrosar mi tesis de historiadora que era lejos lo que más me importaba en la vida.
Fue ese año 2009 y con la tesis ya entregada, que Rolando me preguntó si me gustaría participar de un seminario para conmemorar a Gladys Marín en el ICAL y yo claramente estuve feliz con la sola invitación, pero rápidamente entré en caos mental cuando supe que en la mesa estaría también Lautaro Carmona y nada más y nada menos que Pedro Lemebel. O sea ¡Pedro Lemebel! Mi ídolo de adolescencia, el que me inspiró el gusto por escribir. Echa un nudo de nervios acepté, preparé un texto echando mano a mi biografía y estuve sentada junto a él, cuando aún no aparecían los efectos del cáncer, cuando vestía sobrio pero despampanante y como me tocó hablar en el segundo turno y debo haber temblado, me dijo “tranquila niña”, lo recuerdo claramente.
Cuando terminé de leer mi ponencia, que seguramente leí veloz y colorada como tomate, me dio un sacudón de manos diciendo: “escribes bien niña”. Luego vino su turno, nos emocionó leyendo crónicas que hablaban de sus aventuras con Gladys y encaró a los comunistas diciendo: “no me vengan con que Gladys está viva porque su legado vive porque yo me acuerdo todos los días que está muerta porque la extraño” y luego de leer y dejarnos llorando, porque verdaderamente yo recuerdo ese momento de realismo mágico como un mar de lágrimas, hizo sonar una canción de Juan Gabriel y salió por el pasillo con un paso teatral mientras se movía su vestuario. Y se fue. Terminada la canción que, por supuesto, era muy dramática, el silencio continuó y cuando definitivamente parecía que todo había terminado, yo salí tímida como todos y todas. Afuera del auditorio estaba Pedro fumando, obvio, me acerqué y él me dijo: “Anota mi correo electrónico y mándame lo que escribes”. Su correo era tan predecible que me emocionó aún más su sencillez y ternura. Mi aun no empoderada personalidad de escritora, no se atrevió a escribirle a Pedro Lemebel, no me sentí digna de escribir tan bien, pero ahora me atrevo a contar esta historia y a compartir el texto que leí esa mañana en el ICAL:
Yo no conocí personalmente a Gladys Marín, y con mis 22 años soy parte de quienes construimos una imagen de ella a partir de la fragmentada visión que entrega la televisión y la prensa escrita. Sin embargo, siento que, de una u otra manera, la conocí. Debe ser por lo que ahora último, distintas personas —que fueron sus cercanos— me han contado pero, sobre todo, debe ser porque su protagonismo social la alejó del anonimato y porque su misma personalidad la hacía una persona cercana, presente y siempre viva, tanto para sus amistades como para nosotros, los que no tenemos un carnet rojo. Marta Friz me dijo una vez: “tenía ángel”, porque muchas personas pueden tener buenas ideas, pero ella además sabía comunicarlas, logrando empatía y adhesión. Por eso me gusta llamarla Gladys, simplemente Gladys, como si se tratara de una amiga, lejos de los “doña” y “señora”.
Al pensar en mis encuentros no presenciales con Gladys, recuerdo varios episodios.
Creo que estaba en séptimo u octavo básico cuando en una clase de Religión, la profesora en el afán de enseñarnos valores, nos preguntó a quién admirábamos. Yo le dije que admiraba a Gladys Marín, la profesora, algo sorprendida, amablemente concordó en que era admirable por todo lo que había hecho por sus hijos —ahora que lo pienso, mientras la profesora ensalzaba la maternidad por sobre cualquier otro valor— yo en cambio, simplemente la admiraba porque me parecía chora. Seguramente hoy podría agregar epítetos más refinados para adjetivarla, pero en ese momento todo se resumía en chora. Y es que me llamaba la atención que fuera desafiante y ruda frente a los periodistas y los pacos, en una sociedad para muchas cosas conservadora, en que generalmente este tipo de personas son obligadas a replegarse en una sonrisa condescendiente. Sobre todo, cuando se trata de una mujer. Mujer y chora. Pero Gladys lejos de reprimirse más bien trascendió.
En el año 2003, cuando cursaba cuarto medio y entre sueños y desesperación añoraba salir del colegio para estudiar historia, acudí junto a un amigo —que también experimentaba tales sueños y desesperaciones— a “Utopías” un seminario organizado por la universidad ARCIS, de hecho, creo que hice la cimarra para asistir a ese seminario en el Diego Portales. Me parece que fue mientras luchábamos por conseguir un café, que de pronto se despejó el pasillo del hall abriendo paso a Gladys. Me pareció impresionante como todos se detuvieron a mirarla y saludarla. Y ella sonriendo y caminando con un increíble desplante. Yo fui de las que sólo miró, porque me parecía vergonzoso que una cabra chica, escasamente politizada, y que además debería estar en el colegio a esa hora, fuera a saludar a aquella mujer tan importante que parecía tan ocupada.
Al poco tiempo los medios informaron de su enfermedad.
Ya estando en la universidad, una mañana, luego de un carrete en que organizábamos la bienvenida de los recién llegados, despertamos porque un compañero avisó de la muerte de Gladys. Y aunque se sabía de su enfermedad, de todos modos, la noticia fue impactante. Y cómo no, si ella era más que la voz de un partido político, era más que la amiga de sus amigos. Gladys fue la interlocutora de los inconformistas, de los testarudos que anhelan otra conducción política, una sociedad más justa y humana, de los que se conmueven con el dolor de otros y se disgustan ante la injusticia. Pero Gladys nos representaba más allá del plano poético, más allá de lo que puede representar una consigna o canción revolucionaria. Porque su lucha, lejos del panfleto, era tangible, sus demandas concretas y su discurso honesto no se desplomaba en ningún frente.
Y vino el velorio. Afloraron las poleras rojas y de pronto todos eran comunistas. Claro, si todos se sienten capitanes después de la guerra.
Cuando Gladys murió, la primera fila de la protesta por la justicia, perdió a su líder.
Hoy siento que es fácil pensar así que, porque Gladys se esmeró siempre en estar al frente de la protesta, muchos de nosotros los jóvenes estábamos ya representados. Y lamentablemente, por creer esto, nos fuimos quedando en casa viendo televisión. Por eso quiero rescatar lo que dijera Crife Cid: “que haya muchas más Gladys”, que haya más mujeres con carácter y compromiso. Más mujeres choras”.