Consumo intensivo y automedicación en estudiantes: llamada de alerta desde la salud mental universitaria
- La terapeuta ocupacional y docente UOH, Ana María Aros, plantea que el aumento del consumo intensivo y del uso de medicamentos sin prescripción responde a dificultades de afrontamiento emocional, presión académica y efectos del aislamiento vivido en pandemia.
El Tercer Estudio de Consumo de Drogas en Educación Superior (SENDA 2025) reveló una disminución general en el uso de sustancias, pero un aumento del consumo intensivo, especialmente de alcohol, junto con una preocupante presencia de medicamentos sin receta. Para Ana María Aros, terapeuta ocupacional y docente de la carrera de Terapia Ocupacional de la Universidad de O’Higgins (UOH), estos resultados no pueden leerse solo como conductas recreativas, sino como una expresión de procesos emocionales y de afrontamiento presentes en la vida estudiantil.
Según el informe, un 42,3% de los estudiantes consumió alcohol en el último mes y el 60,9% de ellos reportó haber estado ebrio al menos una vez. También se observan signos de automedicación con tranquilizantes (5,7%), analgésicos (3,3%) y estimulantes (1,7%); además de un aumento de drogas sintéticas que bordean el 2%. Frente a este escenario, la docente señala que el foco debe estar en lo que subyace a estas cifras. “La presión académica, la ansiedad por el rendimiento y la incertidumbre sobre el futuro son parte de un proceso vital que hoy se vive con mucha más intensidad. Muchos estudiantes usan sustancias para regular emociones difíciles que no saben cómo gestionar”, explica la profesional.
Ana María Aros plantea que una de las claves para comprender el fenómeno es el impacto de la pandemia en el desarrollo socioemocional de los jóvenes. “El retorno a la presencialidad dejó en evidencia brechas en habilidades sociales y dificultades para construir vínculos. Un grupo importante de estudiantes creció en contexto de aislamiento y esto incidió en la forma en que enfrentan el estrés y la presión universitaria”, afirma.
La especialista también identifica la normalización de la embriaguez como parte de la vida universitaria. “Existe una cultura donde el carrete y el exceso se interpretan como algo natural. Mientras eso siga siendo un ritual de integración, será difícil que los estudiantes busquen ayuda o perciban el riesgo”, señala.
Automedicación: señal de alerta silenciosa
El aumento del consumo de fármacos sin receta es, para la docente, uno de los aspectos más preocupantes del estudio. “Hay estudiantes que toman ansiolíticos para dormir, estimulantes para rendir más o analgésicos para seguir el ritmo. Esto refleja desconocimiento de los riesgos y también dificultades para acceder oportunamente a atención en salud mental”, sostiene. Advierte que estas prácticas pueden desencadenar dependencia, afectar la memoria, la concentración y aumentar cuadros de ansiedad y depresión.
Además, considera que cualquier estrategia preventiva debe ir más allá de mensajes informativos. “No basta con decir que una sustancia es peligrosa. La prevención debe ayudar a los estudiantes a identificar emociones, pedir ayuda, regular el estrés y reconocer que no necesitan medicarse o embriagarse para pertenecer o rendir”, enfatiza.
También destaca la importancia de espacios seguros de conversación, atención psicológica oportuna y acompañamiento entre pares. “La comunidad universitaria se convierte en un factor protector cuando el bienestar y el cuidado son parte de la cultura institucional, no solo campañas esporádicas”, añade.
Responsabilidad colectiva
Ana María Aros afirma que el consumo intensivo y la automedicación “no son conductas aisladas, sino señales de un malestar emocional profundo que debemos atender con empatía y evidencia”. Sostiene que el desafío no se limita a los servicios de salud mental, sino que requiere involucrar a docentes, unidades académicas y redes de acompañamiento. “Como instituciones formamos profesionales, pero también acompañamos personas en una etapa vulnerable de la vida. No podemos desatender lo que ocurre emocionalmente en ese proceso”, concluye.
En total, se recolectaron 20.313 objetos, enfocados en seis tipos de objetos representativos: tres de origen terrestre (tapitas, encendedores y cubiertos plásticos) y tres de origen marino (chululos, mallas rojas y cordeles), seleccionados por su frecuencia y representatividad en las playas urbanas. Los resultados mostraron que tras los eventos de lluvias, la basura de origen terrestre aumentó casi cinco veces, pasando de un promedio de 20 a más de 100 objetos por kilómetro por día. Estos objetos fueron arrastrados desde la ciudad hacia el mar a través de los sistemas de drenaje y las quebradas. En cambio, la basura de origen marino estuvo más influenciada por la dirección e intensidad del viento, especialmente cuando los vientos fuertes soplaron desde el mar, favoreciendo su llegada a la costa.
Dándose cuenta del interesante set de datos que estaba generando, Thiel invitó a la estudiante de Biología Marina Josefa Araya-Campano a sumarse a la iniciativa y a evaluar los datos, primero para su seminario de investigación y después como su tesis de pregrado. De esta forma, esta iniciativa de ejercicios personales se transformó en un estudio de largo plazo que permitió entender cómo las condiciones meteorológicas influyen en la contaminación de las playas. Esto fue posible gracias al apoyo de amigos y colaboradores, quienes se sumaron al estudio y continuaron el muestreo en los días en que Araya-Campano y Thiel no pudieron asistir, garantizando así la continuidad del registro diario.